Y allí estaba
sentado. Solo en aquel viejo porche. A la luz de una vela bajo un reluciente manto
de estrellas. Los años no habían pasado en vano. Se habían apagado el vivo color de las
flores, el brillo de los grandes ventanales y deteriorado la blanca madera de
las vallas.
Todas las noches,
allí sentado. Acompañado de su, ya viejo y pulgoso, compañero fiel y una triste
balada en el tocadiscos.
Todas las noches,
en soledad. Imaginando como hubiese sido su vida si hubiera tenido la
oportunidad de amar una sola vez.
No pasaba ni una
sola noche en la que no se le encogiera el corazón y se le derramaran las
lágrimas.
Ni una sola en la
que no deseara haberse sentido vivo. Haber sentido como esa persona se estremecía
entre sus brazos. Haberla tocado. Besado. Amado. Con locura. Con el único
límite de un amanecer.
No pasaba ni una
sola noche en la que no muriera por dentro por no haber muerto antes por amor.
Ni una sola.
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