domingo, 4 de agosto de 2013

Sin su mitad.


Y allí estaba sentado. Solo en aquel viejo porche. A la luz de una vela bajo un reluciente manto de estrellas. Los años no habían pasado en vano.  Se habían apagado el vivo color de las flores, el brillo de los grandes ventanales y deteriorado la blanca madera de las vallas.

Todas las noches, allí sentado. Acompañado de su, ya viejo y pulgoso, compañero fiel y una triste balada en el tocadiscos.

Todas las noches, en soledad. Imaginando como hubiese sido su vida si hubiera tenido la oportunidad de amar una sola vez.

No pasaba ni una sola noche en la que no se le encogiera el corazón y se le derramaran las lágrimas.

Ni una sola en la que no deseara haberse sentido vivo. Haber sentido como esa persona se estremecía entre sus brazos. Haberla tocado. Besado. Amado. Con locura. Con el único límite de un amanecer.

No pasaba ni una sola noche en la que no muriera por dentro por no haber muerto antes por amor.


Ni una sola.

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