Esta noche no dormiré entre tus brazos.
No disfrutaré del olor de tu pelo recién lavado.
Esta noche no.
Mi cama yacerá vacía.
Las velas, ya consumidas, esperarán junto a una cena
intacta.
Te habías ido dejándome solo. Destrozado. Para siempre. Con el alma desquebrajada
en pedazos.
La oscuridad envolvía el silencio que invadía cada
habitación de la casa. Un profundo vacío impregnaba las paredes.
Solo una tenue y cálida luz alumbraba un rincón del salón. Una
semilla de esperanza entre todo aquel desencanto. Vi entonces una foto. Me quedé
mirándola desde aquel incómodo sofá.
La foto de nuestro verano. En ella, la noche había caído y
el contraste de la luz de luna permitía adivinar la figura de un lobo en el perfil de la montaña.
Desde ese verano, prometimos ser fieles a nosotros mismos.
Para siempre. Prometimos no achantarnos ante nuestros miedos. Prometimos ser
libres. Sin ataduras. Decidimos dejarnos llevar por nuestro corazón, intuitivo
e irracional. Decidimos ser salvajes…como aquel lobo.
Observé durante unos segundos aquella foto. Fue entonces
cuando me di cuenta de cuál había sido nuestro error.
Tú y yo ya nos habíamos desgastado. Ninguno podía dar más de
sí. Ya no había amor, solo nos necesitábamos por pura costumbre. Y es en este punto
cuando ya no podíamos aportar nada más. Ese punto en el que estamos fallando a nuestra promesa: ser uno mismo. El punto
en el que nos tendremos que levantar y construir de nuevo un precioso
horizonte, como lo fue el nuestro durante tantos imborrables meses.
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